Como Español, Monárquico, Abogado especialista en Derecho Administrativo y Profesor Asociado de Derecho Constitucional en Universidad Privada (por ese orden), me siento en la necesidad de reprobar abierta y jurídicamente la decisión del Gobierno de no autorizar la presencia de nuestro Jefe de Estado en el acto de entrega de despachos a los nuevos jueces.
Y ello, con la absoluta libertad e independencia que me otorga mi profesión, sin necesidad de que tenga que subordinar la razón teórica a nada que se encuentre fuera de procurar el saber.
La iniciativa adoptada por el ejecutivo, ataca flagrantemente a los mimbres esenciales de nuestro Estado social y democrático de Derecho. Nada más y nada menos que a su forma política: La Monarquía Parlamentaria, que se recoge expresamente en el artículo 1.3 de nuestra Constitución.
La intervención del Monarca en dicha ceremonia, trasciende, con mucho, del ámbito estrictamente protocolario. Tiene una importantísima dimensión constitucional y política, expresión del apoyo permanente de la Corona al Poder Judicial en su defensa del orden constitucional y de la Ley. Siempre en beneficio, no lo olvidemos, de todos los españoles.
Su presencia es exigida en virtud de lo establecido por el artículo 117.1 de nuestra Carta Magna, al señalar: “La Justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial (…)”.
Asimismo, legitima su asistencia, el artículo 56 del Texto constitucional, que reseña: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones institucionales (…) y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes”.
La participación del Monarca en esta ceremonia, se ha llevado a cabo ininterrumpídamente durante más de 20 años. Acabar de forma sorpresiva con dicha práctica, sin ningún motivo jurídico que lo ampare, supone, a todas luces, traicionar dicho precedente amén del principio de actos propios que se ha venido fraguando con total naturalidad hasta hace escasos días.
Asimismo, conviene apuntar que nuestro Texto Constitucional, en su artículo 64, establece que a la totalidad de actos oficiales a los que acuda el Rey tiene que asistir el presidente del Gobierno o un ministro. Estos últimos refrendan los actos del primero. Por tanto, si Felipe VI, que es el refrendado, no puede acudir al acto judicial, ningún sentido jurídico tiene que intervenga (como de hecho ha sucedido) el refrendante, en este caso el ministro de Justicia, D. Juan Carlos Campo. Más al contrario, ello supone un motivo más de desafío y desprecio absoluto a la norma suprema de nuestro Ordenamiento Jurídico.
Aplaudo con orgullo a aquéllos nuevos jueces que no acudieron a la ceremonia como réplica a la ausencia de Felipe VI, pese a tratarse de un acto trascendental en sus vidas. Valiente y admirable decisión, fruto de su independencia y sometimiento incondicional al imperio de la ley y, con ello, a los principios y valores más elementales que configuran y nutren nuestro Estado de Derecho.
Significativa también, la no asistencia del Presidente del Tribunal Constitucional. D. Juan José González Rivas, como repulsa a la decisión gubernativa, así como la actuación del vocal del Consejo General del Poder Judicial, D. José Antonio Ballestero, que exclamó ¡“Viva al Rey!”, cuando el presidente del Tribunal Supremo finalizó su discurso, y antes de que cerrase el acto oficial.
En estas circunstancias, los comunicados institucionales efectuados, que se abstienen de sobrepasar lo políticamente correcto, resultan cuanto menos insuficientes. Es necesario, ahora más que nunca, una oposición férrea por parte de la Casa Real frente a las injerencias del poder ejecutivo. Pues no podemos olvidar, que la soberanía nacional legitimó a la institución monárquica para, entre otros cometidos, garantizar su unidad y permanencia, cometido que debe de cumplir en toda su dimisión y con la totalidad de instrumentos que a su servicio y disposición pone el Estado de Derecho.
Máxime lo anterior, cuando el Jefe del Estado, como representante y máximo exponente de la institución monárquica, atesora una trascendencia institucional infinítamente superior a la del gobierno de turno. Así lo demuestra nuestra Constitución. Mientras que el ejecutivo agota su mandato parlamentario cada cuatro años y puede ser removido en cualquier momento por medio de una moción de censura o de una cuestión de confianza, la sustitución de la monarquía parlamentaria por otra forma política, exigiría una reforma constitucional que por las mayorías exigidas y la necesidad de convocar el oportuno referéndum, resultaría a día de hoy materialmente inviable.