Presentamos artículo de nuestro colaborador D. Raúl C. Cancio Fernández, Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Doctor en Derecho y Letrado del Tribunal Supremo.
El caudaloso flujo de cuestiones sustantivas que a diario se despachan en la Sala Tercera del Tribunal Supremo, en ocasiones, oculta algunas joyas procesales o adjetivas de extraordinaria trascendencia y acentuadamente didácticas.
Una de esas gemas escondidas la encontramos en un auto dictado por la Sección Primera el pasado mes de julio, arquetipo de resolución a la que nunca debiere haberse llegado si los fusibles procesales previstos hubieren funcionado adecuadamente.
Y digo que nunca debiere haberse llegado a dictar una resolución así porque nunca un escrito con tal grado de ininteligibilidad ameritaría una respuesta jurisdiccional como la que, al final, se hubo de adoptar.
Muy sintéticamente, pues tampoco el asunto da para más, estamos ante una sentencia dictada en 2018 por la Sala de lo Contencioso-Administrativo de un Tribunal Superior de Justicia, frente a la cual, el recurrente presenta un escrito absolutamente ajeno a cualquier apariencia de técnica procesal, en el que se planteaba un incidente de nulidad de actuaciones de la sentencia de instancia, y subsidiariamente lo que calificaba como recurso extraordinario por infracción procesal penal y recurso de casación penal, todo ello a través de una argumentación de una anfractuosidad casi insuperable. Un escrito, por tanto, merecedor de ser devuelto a su remitente por el conducto de su recibo y sin dejar copia, habida cuenta de lo delirante de su forma y contenido.
Pues bien, lo que no hubiere debido pasar de esa remisión, por mor de graves inobservancias de los diferentes agentes jurídicos intervinientes, se ha convertido en una resolución, el auto que ahora se comenta, en el que han debido incorporarse algunos reproches, diría que metaprocesales, severos, pero ineludibles.
Fíjense, todo comienza con la inadmisible salvaguarda que los profesionales intervinientes en la representación y defensa del recurrente hacen constar expresamente en la primera página del inclasificable escrito, en el que se puede leer: «procedemos a transcribir, a solos efectos procesales sin asumir contenido, lo que nos dicta y firma nuestro mandante», firmando al pie del escrito, según su propia expresión, «sólo a efectos procesales». No lo hubiera expresado mejor Conrad en El corazón de las tinieblas « “Mi querido señor” gritó, “yo escribo lo que me dictan”».
Como bien precisa el auto comentado, «la responsabilidad profesional de la letrada defensora del recurrente por esta actuación procesal tan desafortunada no queda salvada por su aseveración de que prácticamente se ha limitado a transcribir y firmar lo que su defendido le ha puesto por delante, y que actúa “a solo efectos procesales”.»
En efecto, si la profesional consideraba que la pretensión que su defendido pretendía hacer valer era insostenible, disponía de quince días para comunicarlo a la Comisión de Asistencia Jurídica Gratuita, exponiendo los motivos jurídicos en los que fundamenta su decisión, de conformidad con lo previsto en el artículo 32 y siguientes de la Ley 1/1996, de Asistencia Jurídica Gratuita.
En cualquier caso, y aun asumiendo el rol de mera amanuense de la abogada interviniente, el escrito en cuestión nunca debería haber llegado tan lejos como llegó. Y ello porque también falló en este caso el segundo cortafuegos diseñado por el legislador. Dispone el artículo 89.1 Ley de la Jurisdicción de lo Contencioso – Administrativo, que el recurso de casación se preparará ante la Sala de instancia, el cual deberá, en apartados separados que se encabezarán con un epígrafe expresivo de aquello de lo que tratan, contener los seis presupuestos procesales que, en caso de no ser observados, permite al órgano de instancia dictar un auto motivado, teniendo por no preparado el recurso de casación, denegando el emplazamiento de las partes y la remisión de las actuaciones al Tribunal Supremo.
A la vista de la fragosidad incomprensible de aquel no-escrito de preparación, el auto se sorprende de «que el Tribunal de instancia lo calificara como tal, y más aún, lo tuviera por bien preparado indicando que se habían cumplido los requisitos exigibles a tal efecto». Sorpresa en todo caso retórica, pues es bien conocido por toda la comunidad jurídica que la mayoría de los órganos a quo han decidido, lamentablemente, tener por preparado cualquier papel que se les presente, por aberrante que sea, en pueril respuesta a las revocaciones que en vía de queja sufrieron en los primeros pasos de la reforma casacional, cuando desde la Sala Tercera se corrigieron o matizaron algunos criterios y pautas en las decisiones de no tener por preparados los recursos de casación planteados.
Llegado finalmente al Tribunal Supremo, el inevitable destino del recurso fue su inadmisión y archivo, trámite que, insisto, se demoró innecesariamente por la perfunctoria actitud de unos y otros.